Wednesday, October 13, 2010

En memoria de Fernando Vargas/MIRANDO DE ARRIBA


En 1989 tuve la alegría, por espacio de tres años, de conocer, tratar y hacer amistad con Fernando Vargas, el cochabambino más washingtoniano, más virginiano a la vez, de todos los que encontré en aquel exilio a veces dorado y tantas veces triste.
Fernando murió hace unos días, en una de aquellas ciudades que rodean al Distrito de Columbia y que él adoptó. Siempre lo predijo, como César Vallejo en París, que allí perecería. En lo que se equivocó es en que los poetas no perecen, se disgregan en la brisa, o se sumergen como él en aquel maravilloso río, el Potomac, donde las grullas se alimentan de moluscos al amanecer y los remeros bogan sin fin ni destino.
Lo recuerdo, vívido, él y yo ebrios de juventud y de cerveza, corriendo en su amplio y viejo Cadillac, a gran velocidad, por la avenida Constitución, mientras en la radio Steppenwolf cantaba "Born to Be Wild". O con Ronald Arandia, su hermano de vida, de bohemia y sibaritismo muy capitalinos, con las ya eternas letras de Leonard Cohen, y fiestas escabrosas donde luego de abrir una vitrina con una colección de gorras de piel rusas, ejercitaban los pasos del anciano casatchok de Ucrania, hasta que los dueños de casa, escandalizados por el fragoroso desaire a la cultura, los devolvían, con ignominia, a la noche de Alexandria.
Las muchachas blondas y tiernas del Black Rooster, lo (nos) recordarán en los solitarios domingos en que con salarios frescos en los bolsillos escanciábamos vino por sus juveniles pechos al bailar. Eramos jóvenes; lo fuimos, y las horas eran seniles sentimientos de derrota de los fracasados. El mundo era nuestro, nuestro el amor y la distancia, nuestra la fraternidad sin par, suya, de Ronald, Julio, yo, y algunos otros. Así fueron los años y, mientras varios nos aburguesamos en la idea de seguridad y existencia estable, él continuó vivo, viva su esencia, los poemas que escribía y distribuía como si fuera vino blanco entre las jóvenes ricas de Bethesda.
Fernando me enseñó secretos de cocina, simple y gourmet, que en su momento hicieron carrera para mí. Salsas italianas con aceite de oliva, orégano y pimientos griegos. Chili con carne como no preparaban los cowboys de los filmes de John Ford. Bagels y muffins, pan judío, pan de centeno, pan de trigo, sopa de tortillas, clam chowder de New England, gumbos de New Orleans.
Ese fue Fernando, el que nos recibió, al que escribe y a un grupo de estibadores negros del Southeast, y nos ofreció weed con verdes botellas de Rolling Rock y música de Theodorakis. Este es mi recuerdo.
5/03/2007

Publicado en Opinión (Cochabamba), marzo 2007

Imagen: Juan Gris/Retrato de Picasso

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