Saturday, October 2, 2010

La mirada de los ciegos


Los ojos revisan el cuarto. Se detienen por instantes en la colección de sombreros de Ligia, encima de una pila de textos encuadernados que guardan quinientos años de aventura, de esperanza. Hojeo alguno, escrito de cura como mayormente eran, y la epopeya humana, con rastro de genocidio, de España en América. Hernando Colón o Sarmiento de Gamboa; Tadeo Haenke; innombrables rutas que llevaban a Paitití. No sólo se bifurcan los senderos, también se contraen y sorprende que en el monte o en el llano se hallen, igual que en las enrevesadas callejas de la Europa medieval germánica, hechos y objetos concatenados que producen una suerte de relato circular donde la historia se repite y parece seguir designios predispuestos.
¿Será posible, Borges, que la nada inmensa esconda vida, que el entorno salvaje tenga una dinámica que conduzca a la tragedia? Y Borges me contesta, ciego como está, que le responda Horacio Quiroga, Ferrufino, porque ni conozco ni quiero ni puedo ver los lugares de los que me habla. 
Y Borges miente. Sentado al borde de la mesa y de la madre, con blancas pupilas de mago, bien puede Borges haber reencarnado un shaman guaraní que decide, en los ajetreos intemporales de sus manos, hacer girar el tiempo y jugar con el augur. La selva está plagada de Golems, carece de la mezquindad de la urbe. Homúnculos escapados de sus amos, entretienen su ocio, y el destino de los hombres se maneja entre los dedos de algunos elegidos que, como Borges, a ciegas, delinean un círculo, el único posible, de la inmortalidad del dolor.
No vidente era -en el ‘Quilombo’ de Carlos Diegues, la historia de Palmares y del rey Zumbí- una mítica anciana que fundara aquel foco de resistencia en las serranías del Brasil. Esta mujer aparecía, en hombros de un sirviente poderoso, en la floresta, en los instantes precisos. Diegues, con las posibilidades que permite el cine, a veces más fecundo que la imaginación, le da a su apariencia perfecto misterio. La imagen no necesita aclaración textual, habla por sí misma. La ciega persiste hasta que Zumbí, ardoroso semi-letrado esclavo fugado, se afirma como caudillo del más famoso palenque. Desaparece, pero no hay en su ausencia rictus de muerte. El director deja flotar su presencia. Ella, cuando Zumbí haya muerto y Palmares se eleve en humo, persistirá en alguna cueva, así vaya en hombros de un esqueleto, jugueteando con muñecos de palma -los seres vivos- haciéndoles creer que en algo sostienen el hilo de su futuro. Igual, entonces, cuando se resistía a Portugal y sus mercenarios, y hoy, en los modernos palenques que representan las favelas de Río de Janeiro.
Werner Herzog hizo una sublime cinta cinematográfica que se llamó, se llama o se debiera llamar en español Donde sueñan las hormigas verdes. Relata la historia de una compañía petrolera en el desierto australiano que va a excavar en un sitio considerado sagrado para los nativos, aquél donde viven, sueñan, las hormigas verdes. Mientras los blancos tratan de explicar el alcance de su proyecto y los beneficios a traer, los indígenas se mantienen impasibles. No son ciegos pero actúan como tales, la mirada perdida. Ni oyen ni ven, sólo saben que si el extranjero rotura la tierra despertará a las hormigas, reavivando la tragedia. Estos ciegos ríen en el fondo de su inescrutabilidad. Conocen que la angurria terminará con los invasores, aunque en ello se acaben ellos también. Todo en un vacío desierto, en viento, con la tenebrosa oquedad del didgeridoo alrededor.
Homero era ciego, así John Milton y Jorge Luis Borges. De ciegos hablan José Saramago y Ernesto Sábato. En el imperio inca los ciegos eran preciados como videntes, costumbre que aún se mantiene en las calles de las polutas urbes bolivianas. En un banco, con un vaso inmundo y un hisopo, los ciegos conjuran el futuro y desgarran las lonas que cubren el porvenir.
En sus labios, en sus ojos azules de vacío, se juntan la alegría de las nuevas bodas, el azar de los viajes y la liviandad de la muerte.
En algún lugar de Australia suena el didgeridoo; tal vez habla con las hormigas verdes y les pregunta cuándo han de venir. En la calle San Martín, en un acumulo de panes recién horneados, ungüentos de víbora para el reuma y juguetes chinos, los ciegos murmuran incomprensibles plegarias.
Un ciego escuchaba entrechocar los venablos de Troya; otro el de los facones en una quinta de Retiro, y un otro la estremecida caída de ángeles rebeldes que osaron preguntar.
 
Publicado en Brújula (El Deber/Santa Cruz de la Sierra) ¿?

Imagen: Grabado de El Paraíso perdido, por Gustave Doré

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